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Por diseñar castillos sin almenas perdí, otra vez, las llaves de mi casa.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Infierno prestado

La luz que traspasaba mis ventanas, cerradas a cal y canto (a falta de persianas) me despertó. No. No quería levantarme. No quería dejar el refugio que me brindaban mis sábanas. Dormía junto a mi una representación de Arthur Rimbaud, "Una temporada en el infierno". ¿Hasta qué hora habría estado leyendo? ¿Me cansaría de leer y releer una y otra vez ese infierno suyo....que había hecho mío? No quería mirar la hora. No tenía Hambre. No tenía sed. No tenía. Por no tener, no tenía ni la resaca típica de mis últimos despertares. Abro el libro. Leo. "¡Ah, los pulmones arden, las sienes zumban! ¡La noche rueda por mis ojos, con todo este sol! El corazón... los miembros..." Cierro.
Intento levantarme. Me doy cuenta que no puedo. El corazón...los miembros, los noto entumecidos, ¿cómo es un corazón entumecido? Me parece oir el timbre. No llego. No puedo. Grito. Pero no grito, ni un sólo sonido sale de mí. Palpo el libro. Caigo en que estoy moviendo un brazo para cogerlo. ¿Me puedo mover? Lo suelto. Otra vez el corazón....los miembros. Y lo vuelvo a abrir; "Pero me doy cuenta que mi espíritu duerme...." Sin pensarlo, y sin soltar el libro, me incorporo. Se revela, ¿me está hablando?. Me dice que tengo lo que quiero, que no piense en la luz y hallaré la paz que anoche busqué. -No entiendo....-le dije. Estaba hablando con un libro.... Noté que se abría entre mis manos y oía, no sabía de dónde llegaba la voz, pero la oía; "-Lee, lee". Leo, la página en la que se ha detenido; "He bebido un enorme trago de veneno.¡Bendito tres veces el consejo que ha llegado hasta mí! Me queman las entrañas. La violencia del veneno me retuerce los miembros, me vuelve deforme, me derriba. Me muero de sed, me ahogo, no puedo gritar...." Y de repente, sentí sed. Y como si lo hubiera pedido sin pronunciar palabra, noté algo húmedo en mis labios. Abrí los ojos. Alguien que en un principio no reconocí gritaba su "¡Gracias a Dios!", por encima de su cabeza, en lo que parecía un armario típico de hospital asomaba un libro. La misma voz que agradecía a Dios, lo acercó diciéndome "Te he traído el libro que tanto te gusta, sabía que ibas a despertar".
Luego vi una bata blanca, otra verde, batas que hablaban...
Y volví a dejar de tener sed.